9788413377667
Ideario español
Mariano José de Larra
Editorial: Verbum Fecha de publicación: 05/05/2022 Páginas: 182Formato: 19,5 x 14 cm.
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En la época de Larra florecieron en la prensa española los llamados artículos de costumbres. En ellos sobresalió por su ingenio y amenidad. Mariano José de Larra era liberal y anticarlista, y adquirió popularidad por sus textos políticos. En ellos reclamó desesperadamente unas reformas que eran anunciadas continuamente por los políticos más progresistas, pero que no se confirmaban nunca. El segundo periódico de Larra, El pobrecito hablador, fue una revista satírica de costumbres. El autor fingía edad madura y utilizaba anécdotas como punto de partida para la sátira social. De manera ficticia, enfrentaba a dos supuestos corresponsales que en sus cartas analizaban la sociedad española.
Paradigma del Romanticismo español más auténtico, Larra fue un agudísimo observador de la realidad que le rodeaba. Sus artículos de costumbres son ventanas abiertas a la España del siglo XIX; sus comentarios políticos, dardos envenenados contra unas estructuras anquilosadas; sus textos de crítica literaria, acertados análisis repletos de propuestas e ideas para mejorar el panorama de las letras españolas y desligarse de la por entonces omnipresente influencia de la literatura francesa. Larra es hijo de su tiempo, pero también un escritor actual cuya influencia aún es palpable dos siglos después de su nacimiento.
«La ironía de Larra —burlona a trechos, y a trechos, amarga— es siempre extraordinariamente personal. Sus cuadros de costumbres, llenos de flechas emponzoñadas contra el patriotismo de los “castellanos viejos” o la cerrazón de los facciosos partidarios de Don Carlos, figuran por derecho propio entre las obras más importantes de nuestra literatura». (Juan Goytisolo).
Prólogo de Juan Goytisolo / Selección de Rafael Ferreres.
Pocos escritores españoles han ejercido sobre las generaciones posteriores la seducción que ha logrado Mariano José de Larra. Junto a su tumba se proclamó el Romanticismo español, alzaron su bandera los hombres del 98 y, más tarde, frente a ellos, los vanguardistas. Lo reivindicaron, a raíz de la guerra civil, unos y otros. El secreto de este poder de convocatoria radica, sin duda, en el maridaje que en él se da entre la vida y la obra y que le lleva, entre éxitos profesionales y fracasos amorosos, a suicidarse a los veintiocho años. Pero es sus literatura lo que lo mantiene vivo. Y entre sus páginas tal vez son LOS ARTÍCULOS DE COSTUMBRES los que nos permiten captar mejor el latido de su personalidad. Superando el fácil costumbrismo, Larra analiza en ellos el fondo mismo del alma española y contrasta la realidad cotidiana de su pueblo con los valores de la cultura moderna, los ideales de la tradición y su propia sensibilidad personal. En esa confluencia nace su formidable ensayismo. Luis F. Díaz Larios, profesor de la Universidad de Barcelona y especialista en la literatura romántica, ofrece en esta edición las principales claves ideológicas y artísticas para lograr una lectura integradora y fecunda.
Edición de Joan Estruch Tobella,
Al margen de hipérboles y sarcasmos, lo cierto es que con 19 años se escribía él solo un periódico, y a los 25 destilaba rasgos de genio que otros no alcanzan en una vida. Unamuno, que sentía por Larra escasa simpatía, hablaba de su “oficio de escritor”, del profesional de la literatura. Larra advirtió que “la literatura no puede ser nunca sino la expresión de la época”. Y del mismo modo que a Galdós la sociedad le sirvió como “materia novelable”, Larra la utilizó como “materia censurable”. “Confieso que vivo todo de admiración”, afirmaba corrosivo.
En el episodio galdosiano «La Estafeta romántica», hay una carta de Miguel de los Santos Álvarez, aquel “ingenioso y sutil holgazán”, amigo de Espronceda y de Larra, en la que podemos leer su impresión ante el cadáver del escritor: “… suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran «Fígaro», de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entreabierta, el cabello en desorden; junto a la derecha el agujero de entrada de la bala mortífera. Era una lástima ver aquel ingenio prodigioso caído para siempre, reposando ya en la actitud de las cosas inertes. ¡Veintiocho años de vida, una gloria inmensa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando de hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de las humanas ridiculeces…! No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado”.
¿Un suicidio romántico? Quizá, como sugería Gómez de la Serna, “el suicidio de Larra es un rasgo de humorismo mudo”. En literatura pagó su tributo al romanticismo con una una novela y un drama que atestiguaban la sugestión por el amante infortunado. Pero incluso en «El doncel…» hay chispazos ocasionales que denuncian al Larra mordaz de los artículos, el de la palabra afilada.
Sin embargo, “solo el sable es peligroso; la palabra nunca”, dejó escrito en el prólogo a su traducción de Lamennais. Líneas después proclamaba su profesión de fe: “Religión pura, fuente de toda moral, y religión, como únicamente puede existir, acompañada de la tolerancia y de la libertad de conciencia; libertad civil; igualdad completa ante la ley, e igualdad que abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos, según su idoneidad, y sin necesidad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito; y libertad absoluta del pensamiento escrito. He aquí la profesión de fe”.
Cuenta Mesonero Romanos que Larra se distinguía “por su innata mordacidad”. Un personaje de Galdós amonestaba: “Cuidadito con Larra, que tiene más talento que pesa; pero es mordaz y malicioso”. No exenta de burla, la revista «El Jorobado» lo definía como “el temido y el elogiado Juvenal español”.
Al margen de hipérboles y sarcasmos, lo cierto es que con 19 años se escribía él solo un periódico, y a los 25 destilaba rasgos de genio que otros no alcanzan en una vida. Unamuno, que sentía por Larra escasa simpatía, hablaba de su “oficio de escritor”, del profesional de la literatura. Larra advirtió que “la literatura no puede ser nunca sino la expresión de la época”. Y del mismo modo que a Galdós la sociedad le sirvió como “materia novelable”, Larra la utilizó como “materia censurable”. “Confieso que vivo todo de admiración”, afirmaba corrosivo.
En su prosa, chispeante de humor y de ironía, se advierten con frecuencia los ecos de Cervantes. Cuando la corrupción política lo permite, puede alcanzar páginas de una brillantez que no es lícito olvidar. Como aquella en que Andrés Niporesas describe los “gajecillos inocentes que se vienen ellos solos rodados”.Y añade: “Si saliera uno a saltearlo a un camino a los pasajeros, vaya; pero cuando se trata de cogerlo en la misma oficina, con toda la comodidad del mundo y sin el menor percance… Supongo, verbigracia, que tienes un negociado, y que del negociado sale un negocio; que sirves a un amigo por el gusto de servirle no más; esto me parece muy puesto en razón; cualquiera haría otro tanto. Este amigo, que debe su fortuna a un triste informe tuyo, es muy regular, si es agradecido, que te deslice en la mano la finecilla de unas oncejas… No, sino ándate en escrúpulos, y no las tomes; otro las tomará y, lo peor de todo, se picará el amigo, y con razón. Luego, si él es el dueño de su dinero, ¿por qué ha de mirar nadie con malos ojos que se lo dé a quien le viniere a las mientes, o lo tire por la ventana?”
La relevancia como escritor de Larra, en su época y en la posteridad, ha residido en su condición de primer periodista moderno, primer hito del binomio «literatura - periodismo». Tal vez por ello han pasado más inadvertidos otros textos del autor a los que Larra les dedicó tiempo e intensidad creadora, aunque no alcanzaran la maestría de sus artículos. Esta edición reúne dos de ellos: su drama «Macías», con el que recrea la historia del malogrado trovador gallego (como ya lo había hecho, casi simultáneamente, en su larga novela «El doncel de don Enrique el Doliente»), y la comedia «No más mostrador», una adaptación libre y personal de un «vaudeville» del francés Scribe, al universo de los espléndidos artículos de costumbres de Larra, con todo el aire de la comedia de buenas costumbres de Moratín.
La obra de Larra se alza hoy, más allá del tópico del héroe romántico, como la voz más auténtica del hombre atrapado por sus contradicciones en una compleja encrucijada histórica, y del escritor que convierte su denuncia en instrumento artistico.