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A muchas personas los años no las hacen más sabias o prudentes, sino, simplemente, más viejas. Al llegar a las décadas prodigiosas de la vida -pongamos de los cincuenta años en adelante-, la realidad es concreta y más viva de lo que parece. No se sabe gran cosa de la vejez: nos han escondido sus tesoros, para que no tengamos nada que hacer, ni aprender, ni esperar, justo cuando debiéramos combatir y retardar el envejecimiento dando un sentido a lo cotidiano. Distancia, serenidad, memoria, soledad, espera y esperanza son la síntesis creciente de estas décadas prodigiosas: en ellas se conjugan la vejez biológica con la vejez biográfica, el cuerpo y el recuerdo. Sí, cuando el presente se estanca, hay que recuperar la esencia del pasado. Y ello representa todo un prodigio, como un suceso que excediera los límites de la naturaleza: cosa especial, rara o primorosa, casi un milagro.