9788412649796
Escritos sobre el arte
Jean-Auguste-Dominique Ingres
Editorial: Elba Fecha de publicación: 09/01/2024 Páginas: 120Formato: Barcelona
Los escritos de Julius Meier-Graefe sobre impresionismo y postimpresionismo, así como sobre el arte de las generaciones inmediatamente anteriores y posteriores, fueron claves para comprender y asegurar el éxito duradero de estos movimientos. Entre sus aportaciones más destacadas y originales están estos dos textos sobre Auguste Rodin y Medardo Rosso, casi contemporáneos y representantes de lo que Meier-Grafe denomina “el impresionismo en la escultura”. A Rosso lo llama “el Mefisto de la escultura”, un calificativo que parece indicar que sus tendencias lo llevan más allá de las limitaciones propias de su arte. Lo mismo podría decirse de Rodin quien, según Meier-Graefe, desatiende las leyes eternas de la escultura más que ninguno de sus predecesores. Las percepciones del autor sobre uno ayudan a esclarecer aquellas que expone sobre el otro, y viceversa. Leídos juntos, estos dos textos conforman un tratado informal sobre lo que sería la escultura impresionista, y leerlos con la perspectiva de la producción escultórica del siglo XX es una invitación a volver sobre la pregunta que se formula en uno de ellos: ¿qué va a ser de la escultura entre todas estas intenciones y hechos?
Lo que veía Bacon y cómo pasaba por la picadora de su imaginación son cosas que sólo llegaremos a saber en parte. Ésa es seguramente una de las razones fundamentales por las que sus imágenes continúan atormentándonos y burlándose de nosotros. Pero el archivo de su ojo
tenía una existencia cuantificable y material en los estudios que utilizó, sobre todo en el estudio de Reece Mews, en South Kensington, que fue el centro de su vida laboral durante treinta años. [?] la experiencia de entrar en el estudio, aunque apenas fuera durante unos minutos, era electrizante. El aura que emanaban las decenas de cuadros memorables que se habían creado allí se veía acentuada por la sensación de que los que aún estaban por venir flotaban de forma perceptible en el ambiente. Era casi como si el estudio, tendido como una trampa, con todo tipo de señales y documentos sugerentes, fuera capaz en sí mismo de engendrar nuevas imágenes.
Michael Peppiatt
Está claro, con un lápiz, David Hockney hace lo que quiere. Pero no hace aquello que no sabe desear. Cualquier conocimiento, cualquier técnica, le descubre un nuevo método, se lanza a él ávidamente y lo hace suyo. El resultado es siempre Hockney, reconocible a primera vista, pero es siempre un Hockney nuevo, fresco y avispado, en sintonía con el mundo que lo rodea. Inventando, Hockney se divierte, y mientras Hockney se divierta, es imposible que nos aburra. Su pasión por observar (el paisaje, a sus amigos) se convierte en nuestra pasión por mirar (sus cuadros).
«Como el agua que busca la grieta para escapar, el erotismo ha encontrado cualquier excusa para propagarse a través del imaginario visual que es la pintura. Cuanto más lo prohibieron, cuanto más estrecho y limitado fue el corsé de la iconografía, tanto mitológica como cristiana, y cuanto más se impuso el decoro del catolicismo fundamentalista, más encontró el pintor la manera de dar salida a sus fantasías.»
Falsas sirenas son es una guía secreta del erotismo en la pintura Occidental desde el Renacimiento hasta nuestros días: la guía privada y caprichosa del voyeur que nos invita a mirarla a través de la bocallave de la puerta, descubriéndonos la hermosa nuca de la Venus que pintó Velázquez después de poseerla en una tarde romana, la mirada recelosa de la niñera del hijo de Rembrandt que posa atemorizada ante su patrono o la prostituta que asoma tras el disfraz aristocrático de la imponente santa Catalina de Caravaggio. Es en este territorio de lo vislumbrado donde descubrimos que la llama que ha prendido en muchas de las imágenes icónicas de nuestro arte surge de la pulsión de Eros y que las falsas sirenas que las protagonizan siguen igual de vivas en nuestro imaginario que hace doscientos o dos mil años, sean la representación de la mujer como ser fatal o el recuerdo de un amor extinto.
El genio de Alberto Giacometti es de sobras conocido por cualquiera interesado en el arte del siglo xx. No así la figura de Diego, que ha permanecido siempre a la sombra de su brillante hermano. James Lord, testigo privilegiado de los círculos artísticos de París, conoció a ambos y tuvo ocasión de observarlos en su hábitat natural: el taller que compartían en la rue Hippolyte-Maindron y los bistrots de Montparnasse. El retrato que dibuja Lord de los dos hermanos, construido mediante los diálogos con uno y otro, con Annette, la mujer de Alberto, con las personas de su círculo más íntimo y sobre todo gracias a la mirada afectuosa y perspicaz del propio Lord, resulta a la vez inquietante y conmovedor.
Desde su llegada a París en el año 1925, Diego se convirtió en colaborador indispensable del ya famoso Alberto, pues era él el experto en las técnicas del yeso y la forja: no había escultura que no pasara por sus manos y, de hecho, algunas de las que se pagaron como Giacomettis eran obra suya. «Mi suerte fue tener a Alberto», le confesó un afligido Diego al autor poco después de su muerte. Por su parte, Alberto no perdía ocasión de mostrar la creación más reciente de su hermano a los visitantes del estudio y de subrayar su excepcional talento. Lord no tardó en reparar en cómo las esculturas de uno eran en buena medida deudoras de la destreza manual del otro, una de las manifestaciones de la devoción y la interdependencia que existía entre los miembros del triunvirato que conformaban ese «mundo aparte»: Alberto, Annette y Diego. La mirada de Alberto tenía el don de transformar en únicas a las personas a las que quería, Diego entre ellas; pero es igualmente cierto que sólo después de la muerte del primero el segundo pudo realizarse como nunca en vida de su hermano.
Mondrian, el gran pintor de la abstracción geométrica, es culpable de amar las flores; Leonardo no se ve capaz de dibujar a Judas; Rafael le envía un dibujo a su amigo Durero para agradecerle los numerosos grabados que él le ha regalado, y Picasso recibe la visita del Diablo. Samuel Beckett observa un pez rojo y un loro; Yves Klein sueña el cielo azul más grande y más hermoso jamás soñado y lo convierte en cuadro; mientras, Tàpies reinterpreta los Peregrinos de Emaús...
A través de fábulas, cuentos, retratos y anécdotas, el autor de Calle de la Mirada nos descubre rasgos, reales o imaginarios, de algunos de los pintores más geniales de la historia. Todos sus relatos tienen en común lo que insinúa su título: la mirada que convierte las imágenes en algo infinitamente fascinante. Tanto los perros de Tiziano como el viejo caballo de Géricault, la pincelada espesa de Lichtenstein o el trazo ligero de Bonnard, son fruto de una misma pasión: representar un mundo vivo. Ni siquiera en el arte abstracto, que parece distanciarse de la figuración, dejan de palpitar la luz o el movimiento de los cuerpos.
En palabras de Paul Auster, «Jean Frémon es un artista único, un escritor que vive en la zona radiante donde convergen la poesía, la filosofía y la narración».
«Toda imagen esconde un espacio lejano, inhabitable, que es a la vez maravilloso y siniestro.» /Germán Huici).
En los diez textos que componen Entre miradas, Germán Huici va elaborando la idea de que lo fundamental de una imagen sólo se puede desvelar a través de la contemplación, actitud que parece no tener cabida en una época como la nuestra, caracterizada por el exceso de estímulos. ¿Qué sentido tiene entones volver a hablar de pintura?
Mediante un original y riguroso análisis que recorre la historia del arte, desde el Renacimiento hasta las actuales performances y el videoarte, el autor plantea posibles respuestas a ésta y muchas otras preguntas y, en la línea del pensamiento de Walter Benjamin, nos recuerda la imposibilidad de definir y acotar el misterio esencial de las imágenes
Se cumplen cien años de la invención del collage, de su difusión en el espacio artístico internacional en calidad de una hábil y sorprendente estrategia figurativa enfrentada a la vieja tradición ilusionista: el canon constructivo de la representación visual europea. Celebrar los cien años últimos del arte bajo el signo del collage es algo más que una elaboración historicista; nos obliga a una reflexión acerca de las consecuencias del mestizaje formal y figurativo en la definición de lo que todavía llamamos prácticas artísticas. La conclusión es apabullante y los resultados, como cabía esperar, complejos. Con el paso del tiempo se multiplican e intensifican las calidades técnicas y los matices formales a la par que los proyectos plásticos se tornan más envolventes e imprecisos, puesto que implican nuestra directa sensibilidad en el difícil enunciado del arte actual ya globalizado y mercantil.
• José Francisco Yvars es crítico de arte, especialista en arte contemporáneo. Ha sido director del IVAM, es autor de más de una docena de libros y colaborador habitual de La Vanguardia. En Editorial Elba ha publicado Imágenes Cifradas. La Biblioteca magnética de Aby Warburg.